miércoles, 7 de agosto de 2013

Into destruction

El viernes pasado, su servidora estaba levemente muy borracha, puesto que la desesperación y el nerviosismo a veces la llevan a un punto de no-retorno. En ese punto de no-retorno, mientras comenzaba a beber su segundo vodka y fumaba un cigarro, tuvo una conversación consigo misma.

¿Me permitiré llevar a cabo una hermosa destrucción?, me pregunté. ¿Las destrucciones pueden ser hermosas?

Y es que, como he mencionado en alguna ocasión, hay un momento en donde destruyes para poder volver a reconstruir. Un momento donde aunque todo esté quemándose, sabes que tiene que volver a surgir, sea por sí mismo o a pulso. Y es ahí donde reí para mis adentros porque, en esa pregunta, me reconocí a mí misma, llevándome al punto de querer destruirme tanto, (...), tanto, que me fuerce a surgir de nuevo, como si fuese un fénix.

Mi discusión conmigo misma llegó a un punto circular y me callé mentalmente: sabía cuál era mi fundamento concreto y no tenía necesidad de repetirlo: yo había cambiado y lo mejor de ese cambio es saber que sigo sin parecerme a cualquiera que conozco. Esta falta de parecido es una de las cosas que me agradan y por eso me gusta discutir conmigo misma y otras personas: pone en evidencia quién soy yo misma, qué es lo que pienso y, sobre todo, me hace sentir aún más como yo.

Pero luego mi celular sonó avisándome de un mensaje y volví a preguntarme "¿Será que las destrucciones, incluso las mías, pueden ser hermosas?". ¿Qué ocurriría si me equivocase (una vez más)? ¿Y si el asunto no se trata de autodestrucción, sino de valores, y yo fuese una destructora de valores? Pues, un valor vulnerado y una ilusión desenmascarada suelen tener un cuerpo igual de mortificado: se parecen, y no hay nada más fácil que confundirlos.

Y mientras abrí la puerta de mi casa y pensaba en la destrucción de mundos, de valores y otras cosas, me llevé la mano a la cara preparándome para un último acto... o quizás no el último, pero sí el que cerraría un capítulo.